24 abril, 2024

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El horror discreto e inevitable de la rutina inspiraron “Treinta y seis metros”

Mezcla de realismo y ciencia ficción, o más bien fruto de un realismo inquietantemente visionario, el escritor argentino radicado durante muchos años en España y ahora instalado nuevamente en Buenos Aires, Santiago Ambao, propone una historia aparentemente sencilla.
Foto Victoria Gesualdi
Foto: Victoria Gesualdi

En una fusión arriesgada entre realismo y cierta distopía, el escritor Santiago Ambao despliega en su novela «Treinta y seis metros» (Barrett) la historia de un empleado de ministerio que batalla contra el tedio e intenta reponerse una y otra vez de una rutina arrasadora y, con una prosa fresca, precisa y la repetición como recurso narrativo, defiende la idea de que «lo cotidiano también puede volverse horroroso».

«Treinta y seis metros» podría ser definida, en el marco de una reseña clásica, como una novela de oficinistas. Pero no es simplemente la historia de un grupo de personas que trabajan en una oficina, sino que se trata de una novela corta especialmente inquietante, que genera un clima de desolación, que trabaja con el sopor que provoca la rutina que se posa sobre los personajes como una tormenta, rozando sus cabezas, a punto de estallar en un diluvio.

Mezcla de realismo y ciencia ficción, o más bien fruto de un realismo inquietantemente visionario, el escritor argentino radicado durante muchos años en España y ahora instalado nuevamente en Buenos Aires, Santiago Ambao, propone una historia aparentemente sencilla protagonizada por Eduardo, un empleado del Ministerio de Educación alienado que batalla contra el tedio y ensaya intentos breves e infructuosos por despegarse de una lógica que lo arrastra con fuerza y no lo suelta.

Una pareja que se diluye, un café matutino que lo salva de la locura, un televisor que le permite ver un poco más allá de lo que sucede en el Ministerio, varios compañeros de trabajo que se transforman en el espejo de lo que él mismo podría ser. Y también aquello que los lectores podríamos ser si nos quedáramos sin la pulsión del deseo como fuente inagotable de cambios.

Como una suerte de reflejo en el que el lector no se quiere mirar, la novela propone una constante de eventos desangelados propios de la rutina, en donde los personajes se resisten a través pequeños atajos que resultan, al menos, deprimentes. Este el caso de Suárez, uno de los compañeros de trabajo del protagonista, que decide ponerse de fondo de pantalla de la computadora una foto de Villa Gesell para poder mirar todos los días el destino elegido para vivir después de jubilarse. Aunque todavía le queden muchos años de trabajo por delante.

Foto Victoria Gesualdi
Foto: Victoria Gesualdi

Santiago Ambao nació en Banfield pero vivió muchos años en España y ahora apuesta nuevamente a la vida en Argentina. Su segunda novela, «Burocracia», ganó el 12º concurso de narrativa joven de la Universidad Complutense de Madrid. En 2015 publicó la «Trilogía de los milagros» y su novela «La estafa» fue una de las 7 semifinalistas del prestigioso Premio Herralde de Novela en 2015.

La reconocida novelista Sara Mesa, autora de «Un amor» y «La familia», entre otros reconocidos libros editados por Anagrama, sugiere en el prólogo que «Ambao se revela como un hijo cercano de Kafka». Se trata de una novela kafkiana acorde a nuestros tiempos: corrupción, ventajismo, soledad y cierta desolación.

Estos elementos, sin embargo, ocupan solo la superficie de una historia que tiene mucho más, por debajo, en subtramas que funcionan como capas y que afloran hacia la mitad de la novela. Por ejemplo, una narración muy cercana a la ciencia ficción y al mismo tiempo a nuestro tiempo, que habla sobre bacterias y pandemias.

Mesa define el espíritu del relato como «un horror discreto y cercano». «Hay una intencionalidad política en esa definición, porque el horror en general habla de lo extraordinario. Y en la novela el horror está en lo cotidiano. No creo que la rutina de por sí sea mala, los rituales lindos funcionan bien. Pero cuando uno se olvida de que uno debe construir rutinas gratificantes, ahí la vida puede volverse horrorosa. Si uno no acciona no hay evolución, y por ende no hay nada. Suárez es eso: no hay deseo, sólo una excusa para no pensar en que no trabaja en algo que le dé, al menos, un poco de satisfacción», dice Ambao, durante una entrevista con Télam.

El autor ha confesado antes que le gusta que haya siempre un Ministerio en los textos o novelas que escribe. Y si bien lo dijo un poco en chiste y un poco en serio, es un mundo que le interesa mirar, aunque nunca fue empleado público. Es un outsider con curiosidad.

«Hay cosas de la burocracia que me parecen entre poéticas y graciosas. Contradicciones, ciertos absurdos. Pienso en el texto de Galeano que cuenta que en un destacamento de soldados, uno de ellos se la pasa sentado y quieto al lado de un banquito, sin moverse. Alguien se pone a investigar por qué, y resulta que 30 años atrás habían dado la orden de que nadie se siente porque estaba recién pintado. Esos absurdos me parecen gran material literario, son seductores», explica el autor.

«Treinta y seis metros» tiene una estructura narrativa que no suelta, capítulos breves directos al hueso. El autor entreteje las tramas, que por momentos transcurren paralelas y por momentos se entrecruzan, con una mirada muy sagaz y puesta en los detalles más nimios. Treinta y seis metros es la altura del edificio del ministerio, treinta y seis metros cuadrados mide el departamento donde está el protagonista. Todo está finamente (y métricamente) calculado.

Aunque gran parte de la historia tiene un tono costumbrista, el personaje principal mira mucho la televisión y en esa acción se devela una subtrama en la que el personaje se obsesiona con una peste que hay en España, una línea argumental que le da una impronta distópica y enrarecida a la novela.

«La televisión es para Eduardo el único contacto con el mundo exterior. Me interesaba el trabajo literario en torno a los conflictos cotidianos, pequeños, pero también quería plantear al personaje extrañado con un mundo exterior y lejano que le es completamente ajeno. Eso me dio la posibilidad de hacer convivir distintos géneros y temas que me interesan», explica.

En «Treinta y seis metros» los personajes repiten hábitos. Repiten conversaciones. Repiten escenas. Eduardo toma siempre el café de un modo, Suárez habla de Villa Gesell, en la oficina los personajes tienen una y otra vez la misma conversación. El recurso no solamente no resulta pesado, sino que hechiza la atención del lector.

«La repetición es un recurso poético. Va relacionando distintos momentos de la obra y hace que uno lo perciba como un todo, orgánico, son momentos entrelazados. Y además, al ser un personaje que está atrapado por el tedio, el recurso, es decir la repetición, es funcional a ese rasgo», agrega Ambao.

Otro elemento clave de esta novela reveladora y arriesgada es el humor, con la cantidad justa de acidez y, por momentos, algo cínico. Aunque no devela la fórmula, el autor dice que usualmente busca darle espacio al humor, aunque asegura que no siempre le sale.

Foto Victoria Gesualdi
Foto: Victoria Gesualdi

«El humor es una cosa muy misteriosa, es medio mágico que funcione. No se termina de entender bien cómo pasó, y eso está buenísimo. Siempre tengo la intención, pero también el texto tiene que permitirlo. Creo igual que es una novela discreta en ese punto. Si uno no encuentra momentos de humor, la trama no se resiente. Funciona como un accesorio», dice.

Aunque la historia tiene algunas referencias que podrían pensarse en relación a la vida del autor (aparece Banfield, lugar donde nació, y el personaje principal está de regreso en Argentina tras una estadía en España, como es su caso) frente a la pregunta literaria del momento, ¿te gusta la autoficción? ¿Este libro tiene algún rasgo de la autoficción? Ambao es contundente y responde que no.

«No me gusta la autoficción. Hay algo de exacerbación del ego, esa búsqueda de tener siempre un lugar protagónico, que creo que no funciona en el ejercicio literario. Puede ser un recurso interesante, pero a mí me gusta conectarme con los libros, no me importa nada el autor. No me interesa este género ni como autor ni como lector. En definitiva, todo es un poco autoficción porque uno escribe gracias a lo que se nutre en las lecturas que hace, las series que mira y los consumos que hace», concluye.

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